jueves, 9 de febrero de 2012

Bon Iver



No hay internet esta tarde, por un momento me siento aislada. Solo somos yo y la música, existe una sensación de desconexión.
Y ahora, es Love more de Bon Iver. Y la sensación es aún mayor. Porque es un acústico, y se escuchan esos sonidos lejanos de instrumentos que desconozco, una fricción suave como la de una puerta vieja o la de una harmónica o la de una cuerda rasgada.
Y en el silencio se escucha el ruido casi imperceptible de una butaca que se mueve en un pausado vaivén. En un porche. Con el suelo de madera oscura y vigas de madera blanca. Con el bosque de abetos altos extendiéndose a un lado y el lago cristalino al otro. En un momento del día que podría ser la media tarde.
Yo vengo desde el interior de la casa, en la que ya se han establecido las sombras. Atravieso el corredor. Noto como se va abriendo paso la claridad sobre las paredes claras, de un color melocotón, ya gastadas. Llevo un vestido azul, del color del lago, o de un coral. Unos pliegues en la cintura y en el vientre, un escote cuadrado. Es un vestido modesto, que ya llevaba una mujer antes que yo,  bonito en su sencillez. El color de mis mejillas, torneadas ya por el sol del verano, que cae sobre mí como cae sobre las praderas, sufre un levísimo rubor. Cruzo la puerta principal y desde atrás extiendo el brazo salpicado de pecas sobre el respaldo de la butaca. Sonrío al ver su barba rojiza y su perfil. Se gira y me pide que me siente en su regazo. Tiene los rasgos del rostro iluminados por la luz de un sol ya débil, que dibujan sobre sus deliciosas patas de gallo siluetas de un color anaranjado. Tiene los ojos brillantes y negros como una noche cerrada. Puedo ver a través de ellos. Rodeada por sus brazos, sentada sobre él, encajo con facilidad. Solo con sentir las yemas de sus dedos a través de la tela, solo con sentir sus manos rozando mi cuello, me siento en casa. Y su voz suave, a la vez que grave, que acuna mi estado de ánimo incluso cuando no hay nada que me agrade en el mundo. Y su risa contundente y honesta,  que es como el ladrido de un perro, que se me contagia como ritmo de tambor. Lo beso lentamente en la frente y siento su aliento sobre mi cuello, muy cerca. Con él no existe la prisa. Baja suavemente la cabeza, apoyo mi mentón sobre él y le toco el pelo, enredando mis dedos. Otra vez hemos encontrado nuestro lugar. Aquí, en este porche, apoyada en él mientras respira sobre mi clavícula, con los ojos cerrados, relajada como nadie más en este mundo, excepto él.

0 sonrisas:

Publicar un comentario